jueves, septiembre 25, 2025
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Divino

Desde el Cáucaso hasta el cáliz, el vino fue mucho más que una bebida: fue sangre de dioses, símbolo de vida y canal sagrado entre el cielo y la tierra. En esta nota, recorremos la historia espiritual del vino, su rol en las civilizaciones antiguas y su permanencia como un símbolo de trascendencia y comunión.

Las huellas más antiguas del vino nos llevan a Georgia, hace más de 8.000 años, donde se han hallado restos de vasijas de cerámica con residuos de uvas fermentadas. Para estos pueblos del Cáucaso, la vid no era solo alimento, sino un don divino que conectaba a la humanidad con lo invisible. Las tinajas enterradas, llamadas kvevri, servían tanto para conservar el vino como para oficiar rituales comunitarios. El vino nacía de la tierra y regresaba a ella, en un ciclo de renovación casi alquímico.

En el antiguo Egipto, el vino estaba reservado para los dioses y las élites. A diferencia de la cerveza —que era de consumo masivo y cotidiana— el vino era ofrecido en las tumbas reales y usado en ceremonias funerarias. Las representaciones muestran sacerdotes sirviendo vino durante ritos de paso, asociado a la sangre del dios Osiris, símbolo de resurrección y fertilidad. El vino, así, era un vehículo hacia la eternidad, algo que el alma debía beber para cruzar al más allá.

En Grecia, Dionisio —dios del vino, la locura y el éxtasis— encarnaba la dualidad del vino como fuente de celebración y caos, de comunión y ruptura. Las bacanales, rituales en su honor, combinaban danza, música, máscaras y vino como elementos para trascender lo humano. Beber no era un simple acto social, sino una forma de disolver el ego y acercarse al mundo de lo divino, de lo no racional. El vino se volvía así instrumento de liberación espiritual.

Roma heredó y expandió esta cosmovisión, institucionalizando los festivales báquicos y popularizando el consumo de vino en todas las clases sociales. Sin embargo, su rol ritual seguía intacto: en los templos, en los sacrificios, en la consagración del poder imperial. El vino se mezclaba con agua y se bebía en honor a los dioses, pero también para sellar pactos, alianzas, bodas. La copa, siempre elevada, tenía el poder de vincular lo humano con lo sagrado.

Con el surgimiento del cristianismo, el vino adquirió una nueva dimensión: se convirtió en la sangre simbólica de Cristo. En la Eucaristía, el vino no solo representa, sino que es —según el dogma— el cuerpo divino ofrecido como redención. Este uso litúrgico no es menor: el vino pasa a ser eje de un ritual que une comunidades enteras a través del tiempo, vinculando lo físico y lo metafísico en un solo sorbo.

Lo notable es que ninguna otra bebida ha ocupado ese lugar. La cerveza, el hidromiel, incluso el café, pueden tener rituales, pero no tocan esa fibra espiritual profunda que el vino activa. Tal vez sea por su origen en la vid —planta que crece en espiral, hacia la luz—, o por el hecho de que necesita transformación y paciencia. El vino no se bebe: se espera, se cuida, se honra.

Hoy, incluso fuera del ámbito religioso, el vino sigue siendo una herramienta de conexión. En prácticas esotéricas y espirituales contemporáneas, se lo usa como vehículo de gratitud, introspección, celebración consciente. Se brindan intenciones, se consagran vínculos, se honra la tierra y los ancestros. Tomar una copa puede ser, aún hoy, un acto de comunión íntima con el misterio de la vida.

Así, desde los templos de barro georgianos hasta los altares modernos, el vino no ha perdido su carácter divino. Es sangre simbólica, puente invisible, ritual líquido. En cada copa, más que fermento, hay una memoria sagrada que nos recuerda de dónde venimos, y hacia dónde —quizás— queremos ir.

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